Hace unos días volví de Cusco, en Perú, antigua capital del imperio Inca, residencia del Inca y centro del mundo antiguo. Precisamente esa es su etimología: en quechua "qosqo" significa "centro" u "ombligo". Los españoles transcribieron el nombre como "Cuzco", que según la Real Academia de la Lengua significa "perro pequeño". Por ello en tiempos recientes los peruanos, disconformes con esta transformación, han decidido escribir el nombre de la ciudad con "s", recuperando algo de su resonacia originaria: Cusco. Cerca de la ciudad se alzan las famosas ruinas de Machu Picchu, catalogadas como "maravilla del mundo" y destino predilecto de los viajeros que llegan a la zona. Pero no fui al Machu Picchu. La falta de tiempo y de dólares me lo impidió. Porque, eso sí, si quieres ir al Machu Picchu, tienes que pensar en gastarte los dólares. Los dólares que no tienes, en mi caso. Toda la economía de la zona de Cusco está orientada hoy en día al turismo, siendo una de las ciudades más visitadas de América Latina: por la belleza de las construcciones coloniales construidas sobre los muros incaicos y por los numerosos restos de las construcciones prehispánicas, Cusco ha sido denominada, "la Roma de América". En Cusco, hoy día, todo es Inca, porque lo Inca es lo que vienen buscando los extranjeros. "El Inca ha muerto, viva el Inca", parecen decir los rótulos de los hoteles y tiendas de souvenirs que abarrotan una ciudad que hasta hace relativamente poco, como evocara Jose María Arguedas, estaba aislada y algo marginada del conjunto del país. Pero llegó el turismo y todo cambió.
El turismo es hoy, como todo el mundo sabe, una de las mayores industrias a nivel global. La primera industria incluso, según algunos cálculos. Desde aquellos lejanos tiempos en que Thomas Cook organizara sus primeros viajes programados, la industria turística ha atravesado una serie de transformaciones hasta crear todo un sistema de vida, con sus sujetos transeúntes, nuevas formas antropológicas bien identificables en el entorno: los turistas. Los turistas con sus cámaras, los turistas con sus chancletas con calcetines, los turistas con sus cuellos enrojecidos por el sol, los turistas de cuerpo entero, enrojecidos, violáceos por los rayos solares, incautos, inocentes, ávidos, odiosos, los turistas que todos hemos sido alguna vez, donando al capital toda la energía que genera el ocio. Turistas de sol y playa que acuden en masa a los complejos hoteleros, quemando el tedio de la clase media junto al mar; turistas de discoteque que mueren al salir el sol, que marchitan los últimos pétalos de la adolescencia nórdica con la bragueta bajada y el coma etílico; turistas culturales que entran y salen en tropel de los museos, que visitan las ruinas y pisotean como manada de ñus en estampida las piedras venerables; turistas selectos de luxe, que se hospedan junto al campo de golf, spa, talasoterapia, baño turco, sauna finlandesa, mañanas de fitness, mediodías de tenis y ensalada y puesta de sol junto al hoyo veintisiete: una semana después estarán en altamar, pescando atún en el yate, erguidos, midiendo sus fuerzas con el animal al otro lado del sedal, lustrosos, bronceados, gentiles. El turismo ha sido capaz de transformar la faz de la tierra. Ha sido capaz de hacerle un lifting a la tierra y ha podido comprarle un nuevo uniforme a sus moradores. Dicen que por donde pasa el turismo no vuelve a crecer la hierba, pero la hierba sí que crece: la hierba del campo de golf, el hermoso cesped neoliberal, tan característico. Lo que no crece más son los cultivos que antes solía haber en su lugar. "Hoy nadie se quiere dedicar a la agricultura", me dijo una vez un aprendiz de empresario, fan de Hayek y de Friedman, justificando las reconversiones y la liberalización del suelo. Quizás tuviera razón. Siempre podemos comer hierba, llegado el caso. O fumarla al menos.
El turista, en su calidad de persona que paga, define la realidad y la transforma a su antojo. Surge así la realidad deforme, caricatura de sí misma, que caracteriza a las zonas turísticas. Venecia ya no es Venecia. Venecia es el parque temático veneciano. El centro de Venecia es un lugar insoportable para los venecianos. Praga es el parque temático de Praga (con una restauración postcomunista digna de Disneylandia). La singularidad de ciertas ciudades, que otrora constituyera su atractivo, se convierte en la maldición que las esclaviza a la imagen que el turista quiere ver y, sobre todo, fotografiar. Las poses ridículas del turista, los dedos en "v" junto al monumento, la sonrisa que se desvanece justo tras el click de la cámara, ese comportamiento entre infantil y subnormal de los grandes grupos de turistas, que recuerdan las excursiones escolares de la infancia, escuchando a medias las explicaciones del guía, como antaño las de la profesora.
Japonés: el inefable turista japonés con su cámara al cuello, omnipresente en los principales destinos de Europa, define el paradigma del turista ávido de consumir imágenes. El turista japonés, sea de la nacionalidad que sea, no se para a mirar, no intenta entender, no entiende una palabra de lo que el guía turístico le dice, no le interesa: le interesa acumular fotografías que contemplará una vez regrese. Allí, en casa, al fin en paz, comienza la segunda parte del viaje, la parte reflexiva, ante el tokonoma de su ordenador. Cuando Europa sucumba y sus calles sean pasto de la devastación, sus ciudades más señeras podrán ser reconstruidas íntegramente en algún lugar de Japón, o en algún desierto de los Estados Unidos, como ya viene pasando, gracias a toda esta acumulación de imágenes. Ese turista japonés que todos somos en mayor o menor medida cuando viajamos, sufre la ansiedad del consumista común. No quiere perderse ni una imagen, toma miles de instantáneas de todo, por si acaso en alguna apareciera el ángel, sustituye la retina por el filtro de la cámara, anticipando, fetichista, un recuerdo de algo que no tuvo lugar.
El turismo, como muchas otras formas de comercio, encierra una dialéctica perversa: homogeneiza a la vez que "rescata" la identidad de los pueblos: los fenómenos del folklorismo, de los indios disfrazados de indios, más indios que nunca, la artesanía típica de los aborígenes australianos made in China, que sale más barato, los objetos rituales, fabricados en masa, de cualquier cultura anciana, colgando fuera de contexto en la pared del saloncito de clase media occidental. Sin el turismo, esas formas de arte, de música, de arquitectura, de artesanía, esas formas de vida, desaparecerían como han desaparecido siempre, aniquiladas por la historia. El turismo las rescata posibilitando su supervivencia y a la vez termina de aniquilarlas, obligándolas a cerrarse sobre sí mismas, a definirse según estereotipos ajenos, a perder toda diversidad disonante con el esquema previamente establecido en el imaginario, encerrándolas en la jaula de oro del sector terciario, apartado "ocio y cultura", sin que puedan transformarse según su propia lógica, pasando a formar parte, del mismo modo, pero distinto, de la lógica del sometimiento.
"El pueblo que compra manda, el pueblo que vende sirve", decía Ernesto Guevara. Mucha gente vive del turismo hoy en día. Mucha gente sobrevive gracias al turismo. De eso sabemos en Canarias. El dinero fluye en muchas zonas antaño abandonadas y da de comer a muchas familias. El turismo pone en contacto realidades diversas, da a conocer lugares olvidados. No todo es malo en el turismo. La pregunta es: ¿no pudo hacerse de otra manera? Las asimetrías de las relaciones humanas generadas por el turismo constituyen su pecado capital, difícilmente subsanable bajo el orden global capitalista. El proceso está muy avanzado ya. Los multimillonarios, hastiados de paisajes demasiado mundanos, optan por irse de viaje a la luna. Y nosotros, mirando la luna, nos preguntamos cuál será nuestro próximo destino.