domingo, 25 de octubre de 2009

Los ríos profundos


Túpac Amaru, hijo del Dios Serpiente; hecho con la nieve del Salqantay; tu sombra llega al profundo corazón como la sombra del dios montaña, sin cesar y sin límites...

Padre nuestro, escucha atentamente la voz de nuestros ríos; escucha a los temibles árboles de la gran selva; el canto endemoniado, blanquísimo del mar; escúchalos, padre mío, Serpiente Dios. ¡Estamos vivos, todavía somos! Del movimiento de los ríos y las piedras, de la danza de los árboles y montañas, de su movimiento, bebemos sangre poderosa, cada vez más fuerte. ¡Nos estamos levantando, por tu causa, recordando tu nombre y tu muerte!

Jose María Arguedas


Antes de partir, Juan Jiménez me entregó un dossier de fotocopias con información acerca de varios autores latinoamericanos. Uno de ellos, desconocido para mí, era Jose María Arguedas. Días después, al hablar con él desde Barcelona, Juan insistió en ese nombre. "¿Leíste lo de Arguedas?" No lo había leído todavía, pero ante tal énfasis opté por no demorar más el encuentro con el escritor y etnólogo peruano. Tras leer la información biobibliográfica, me hice con un ejemplar de la novela Los ríos profundos y con un número antiguo de la revista Anthropos que encontré en "La Central" del Raval, titulado "JOSE MARÍA ARGUEDAS: Indigenismo y mestizaje cultural como crisis contemporánea hispanoamericana". Empaqueté ambos textos en mi equipaje y con ellos me vine al altiplano, donde poco después comencé su lectura.

Arguedas (Andahuaylas, 1911-Lima, 1969) es un poeta quechua trabado en un literato blanco, y es el conflicto entre ambas tradiciones culturales, la de los dominados y la de los dominadores, el núcleo fundamental de su obra. La novela Los ríos profundos (1958) habla de la primera adolescencia de Ernesto, trasunto del propio Arguedas, que viaja con su padre por el sur del Perú, acompañándole en su oficio de abogado itinerante. La novela comienza en Cuzco, antigua capital de los incas, adonde el niño ha llegado después de visitar innumerables pueblos y ciudades de la sierra. Ernesto, que ha crecido junto a los siervos quechuas de su madrastra, que ha aprendido su lengua y ve el mundo a través de sus ojos, va relatando en primera persona el encuentro con las piedras, con los hombres y las mujeres, con los ríos, los barrancos, la flora y la fauna, en una selva de símbolos en que la religiosidad indígena, con su culto a la naturaleza y a los objetos sagrados, juega un rol muy importante, a la vez que se refleja el sincretismo propio de estos pueblos, en una identificación del indio con el doliente cristiano. También se expresa el drama de esta religiosidad, administrada por los blancos, en este caso la figura del Padre Linares, director del colegio de Abancay donde Ernesto ingresa como interno, imagen de la severidad autoritaria aliada con el poder político. Toda la novela es una sucesión de impresiones poéticas a través de la trama en el colegio y en su entorno en medio de los ríos y las montañas como deidades tutelares, las relaciones de poder y de clase entre los alumnos, las amistades y los conflictos entre patrones e indios, con la sombra permanente de la revuelta popular contra la opresión. Arguedas elabora un relato mítico del que el niño es trovador. La sensibilidad de Ernesto, un blanco indio, un "raro", un ser tratado con frecuencia de loco por sus cercanos, nos va guiando a lo largo del relato, con el ruido de los ríos de montaña siempre de fondo.

Esta novela habla de la tierra del sur del Perú. Habla de la magia de la infancia. Hace un elogio del pueblo quechua, de los hombres y mujeres de la montaña, de su música, de su poesía.

Apank'orallay, apank'orallay
apakullawayña,
tutay tutay wasillaykipi
uywakullawayña.
Pelochaykiwan
yana wañuy pelochaykiwan
kuyaykullawayña .

Apankora, apankora (nombre de la tarántula)
llévame ya de una vez;
en tu hogar de tinieblas
críame, críame por piedad.
Con tus cabellos,
con tus cabellos que son la muerte
acaríciame, acaríciame.

No sabemos nunca qué es exactamente lo que lleva a una persona a quitarse la vida. Arguedas quizás no pudo superar nunca esa radical escisión que separaba el alma india de su infancia de la edad adulta "occidental" y urbana, no pudiendo vivir el mestizaje perfecto de su identidad, la doble cultura que sin embargo una y otra vez reivindicara. Así en su discurso de Lima, titulado precisamente No soy un aculturado, al recibir el premio Inca Garcilaso en 1968, un año antes de su muerte, declaraba: "Contagiado para siempre de los cantos y los mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad de San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada, y la parte generosa, humana, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y se debía unir. Y el camino no tenía por qué ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea, que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en la apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir, que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua".

Presa de profundas depresiones desde los treinta años de edad, Arguedas puso fin a su vida en el claustro de la Universidad de San Marcos, en Lima, donde trabajaba como profesor de etnología, el 28 de noviembre de 1969, a los cincuenta y ocho años.

Kausarak' mi kani
alconchas nisunki
luceros nisunki,
kutimusk'rak'mi
vueltamusak'rak'mi.
Amarak'wak'aychu
muru pillpintucha,
saywacha churusk'ay
manaras taninchu
tapurykamullay.

Aún estoy vivo.
El halcón te hablará de mí,
la estrella de los cielos te hablará de mí,
he de regresar todavía,
todavía he de volver.
No es tiempo de llorar,
mariposa manchada,
la saywa (montículo de piedra) que elevé en la cumbre
no se ha derrumbado,
pregúntale por mí.