Túpac Amaru, hijo del Dios Serpiente; hecho con la nieve del Salqantay; tu sombra llega al profundo corazón como la sombra del dios montaña, sin cesar y sin límites...
Padre nuestro, escucha atentamente la voz de nuestros ríos; escucha a los temibles árboles de la gran selva; el canto endemoniado, blanquísimo del mar; escúchalos, padre mío, Serpiente Dios. ¡Estamos vivos, todavía somos! Del movimiento de los ríos y las piedras, de la danza de los árboles y montañas, de su movimiento, bebemos sangre poderosa, cada vez más fuerte. ¡Nos estamos levantando, por tu causa, recordando tu nombre y tu muerte!
Jose María Arguedas
Antes de partir, Juan Jiménez me entregó un dossier de fotocopias con información acerca de varios autores latinoamericanos. Uno de ellos, desconocido para mí, era Jose María Arguedas. Días después, al hablar con él desde Barcelona, Juan insistió en ese nombre. "¿Leíste lo de Arguedas?" No lo había leído todavía, pero ante tal énfasis opté por no demorar más el encuentro con el escritor y etnólogo peruano. Tras leer la información biobibliográfica, me hice con un ejemplar de la novela Los ríos profundos y con un número antiguo de la revista Anthropos que encontré en "La Central" del Raval, titulado "JOSE MARÍA ARGUEDAS: Indigenismo y mestizaje cultural como crisis contemporánea hispanoamericana". Empaqueté ambos textos en mi equipaje y con ellos me vine al altiplano, donde poco después comencé su lectura.
Arguedas (Andahuaylas, 1911-Lima, 1969) es un poeta quechua trabado en un literato blanco, y es el conflicto entre ambas tradiciones culturales, la de los dominados y la de los dominadores, el núcleo fundamental de su obra. La novela Los ríos profundos (1958) habla de la primera adolescencia de Ernesto, trasunto del propio Arguedas, que viaja con su padre por el sur del Perú, acompañándole en su oficio de abogado itinerante. La novela comienza en Cuzco, antigua capital de los incas, adonde el niño ha llegado después de visitar innumerables pueblos y ciudades de la sierra. Ernesto, que ha crecido junto a los siervos quechuas de su madrastra, que ha aprendido su lengua y ve el mundo a través de sus ojos, va relatando en primera persona el encuentro con las piedras, con los hombres y las mujeres, con los ríos, los barrancos, la flora y la fauna, en una selva de símbolos en que la religiosidad indígena, con su culto a la naturaleza y a los objetos sagrados, juega un rol muy importante, a la vez que se refleja el sincretismo propio de estos pueblos, en una identificación del indio con el doliente cristiano. También se expresa el drama de esta religiosidad, administrada por los blancos, en este caso la figura del Padre Linares, director del colegio de Abancay donde Ernesto ingresa como interno, imagen de la severidad autoritaria aliada con el poder político. Toda la novela es una sucesión de impresiones poéticas a través de la trama en el colegio y en su entorno en medio de los ríos y las montañas como deidades tutelares, las relaciones de poder y de clase entre los alumnos, las amistades y los conflictos entre patrones e indios, con la sombra permanente de la revuelta popular contra la opresión. Arguedas elabora un relato mítico del que el niño es trovador. La sensibilidad de Ernesto, un blanco indio, un "raro", un ser tratado con frecuencia de loco por sus cercanos, nos va guiando a lo largo del relato, con el ruido de los ríos de montaña siempre de fondo.