lunes, 15 de noviembre de 2010

Pier Paolo Pasolini, 35 años después

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Este mes se cumplen treinta y cinco años del asesinato del más lúcido de los intelectuales italianos del siglo XX. Como pequeño homenaje he traducido dos textos del libro Scritti Corsari (Garzanti Editore, 1975), que acabo de terminar de leer. Son textos complementarios que abordan algunas de las principales obsesiones políticas de Pasolini. He intentado situarlos y aclarar algunas de las referencias a sucesos contemporáneos mediante breves notas al pie. Su lectura pone de manifiesto la absoluta vigencia de un autor al que jamás han conseguido doblegar ni asimilar. Las palabras de un poeta.
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El genocidio

(Intervención oral en la Fiesta del periódico L’Unità de Milán, en el verano de 1974).

Quisiera que me disculparan alguna imprecisión o inexactitud terminológica. La materia de la que hablo no es literaria y la suerte o la desgracia quieren que yo sea un literato, y que por eso no posea, sobre todo lingüísticamente, los términos para tratarla. Y aún una premisa: aquello que diré no es fruto de una experiencia política en el sentido específico, y por así decirlo “profesional” de la palabra, sino de una experiencia que diría casi existencial. Rápidamente diré, y ya lo habrán intuido, que mi tesis es mucho más pesimista que la de Napolitano[1], y tiene como tema conductor el genocidio: mantengo que la destrucción y sustitución de valores en la sociedad italiana de hoy lleve, sin necesidad de carnicerías ni fusilamientos en masa, a la supresión de grandes zonas de la misma sociedad. Por lo demás, no es esta una afirmación totalmente herética o heterodoxa. Ya en el Manifiesto de Marx hay un pasaje que describe con claridad y precisión extremas el genocidio como obra de la burguesía con respecto a determinados estratos de las clases dominadas, no precisamente obreros, sino sobre todo sub-proletarios[2] o ciertas poblaciones coloniales. Hoy Italia está viviendo de manera dramática y por primera vez este fenómeno: amplios estratos que habían quedado por así decirlo fuera de la historia –la historia del dominio burgués y de la revolución burguesa- han padecido este genocidio, o sea esta asimilación al modo y a la cualidad de vida de la burguesía.
¿Cómo se da esta sustitución de los valores? Sostengo que hoy la misma se da clandestinamente, a través de una suerte de persuasión oculta. Mientras que en tiempos de Marx era todavía la violencia explícita, abierta, la conquista colonial, la imposición violenta, hoy los modos son mucho más sutiles, hábiles y complejos, y el proceso está mucho más maduro técnicamente y es mucho más profundo. Los nuevos valores vienen a sustituir a los antiguos a escondidas, quizás no es necesario siquiera declararlo dado que los grandes discursos ideológicos son prácticamente desconocidos para las masas (la televisión, por poner un ejemplo al cual volveré, ciertamente no ha difundido el discurso de Cefis en la Academia de Módena[3]).
Me explicaré mejor volviendo a mi modo de hablar usual, es decir, el modo del literato. En estos días estoy escribiendo el pasaje de una obra mía en la cual afronto este tema de una manera imaginativa y metafórica: imagino una especie de descenso a los infiernos, donde el protagonista, para tener la experiencia del genocidio del cual estoy hablando, recorre la calle principal de un suburbio de una gran ciudad meridional, probablemente Roma, y se le aparece una serie de visiones cada una de las cuales corresponde a una de las calles transversales que desembocan en la calle central. Cada una de ellas es una especie de círculo, de ronda infernal de la Divina Comedia: en su entrada hay un determinado modelo de vida dispuesto allí por el poder a escondidas, al cual los jóvenes, y sobre todo los muchachos que viven en la calle, se adaptan rápidamente. Ellos han perdido su antiguo modelo de vida, aquel que realizaban viviendo y del cual de algún modo estaban contentos e incluso orgullosos, aunque implicase todas las miserias y lados negativos que había y eran –estoy de acuerdo- aquellos enumerados aquí por Napolitano: y ahora intentan imitar el nuevo modelo ofrecido disimuladamente por la clase dominante. Naturalmente, yo enumero toda una serie de modelos de comportamiento, unos quince, correspondientes a diez rondas y cinco círculos. Me referiré, por brevedad, solo a tres, pero debo indicar que la mía es una ciudad del centro-sur, y que el discurso solo vale relativamente para la gente que vive en Milán, en Turín, en Bolonia, etc.
Por ejemplo está el modelo que impera en un cierto hedonismo interclasista, el cual impone a los jóvenes que inconscientemente lo imitan, la adecuación en el comportamiento, en el vestir, en el calzado, en el modo de peinarse o de sonreír, en el actuar o en el gesticular, a aquello que ven en la publicidad de los grandes productos industriales: publicidad que se refiere, casi de forma racista, al modo de vida pequeñoburgués. Los resultados son evidentemente penosos, porque un joven pobre de Roma no puede realizar todavía estos modelos, y ello le genera ansiedades y frustraciones que lo llevan al umbral de la neurosis. O también, está el modelo de la falsa tolerancia, de la permisividad. En las grandes ciudades y en el campo del centro-sur seguía vigente hasta hace poco un cierto tipo de moral popular, más bien libre, cierto, pero con tabúes que le eran propios y no de la burguesía: no, por ejemplo, la hipocresía, sino una suerte de código al cual todo el pueblo se atenía. A partir de un cierto momento, el poder ha tenido la necesidad de un nuevo tipo de súbdito, que fuese ante todo un consumidor, y no podía ser un consumidor perfecto si no se le concedía una cierta permisividad en el campo sexual. Pero también a este modelo, el joven de la Italia atrasada trata de adecuarse de forma torpe, desesperada y siempre neurotizante. O, en fin, un tercer modelo, que yo llamo “de la afasia”, de la pérdida de la capacidad lingüística. Toda la Italia centro-meridional tenía sus propias tradiciones regionales o ciudadanas de una lengua viva, de un dialecto que se regeneraba en continuas invenciones, y al interior de este dialecto, de una jerga rica en invención casi poética: a la cual contribuían todos, día tras día. Cada tarde nacía un nuevo chiste, una bromilla, una palabra imprevista. Había una maravillosa vitalidad lingüística. El modelo que ahora ofrece allí la clase dominante los ha bloqueado lingüísticamente: en Roma, por ejemplo, ya no se es capaz de inventar, se ha caído en una especie de neurosis afásica: o se habla una lengua fingida, que no conoce dificultades o resistencias, como si fuese fácil hablar de todo –se expresa como en los libros impresos – o bien se llega a la verdadera afasia en el sentido clínico del término: se es incapaz de inventar metáforas o movimientos lingüísticos reales, casi únicamente se gimotea, o se habla a empujones o se suelta una risilla sin saber decir otra cosa.
Esto es solo para dar un breve resumen de mi visión infernal, que por desgracia yo vivo existencialmente. ¿Por qué esta tragedia en al menos dos tercios de Italia? ¿Por qué este genocidio debido a la aculturación impuesta solapadamente por las clases dominantes? Pues porque la clase dominante ha escindido nítidamente “progreso” y “desarrollo”. A esta le interesa solamente el desarrollo, porque solo de él extrae sus beneficios. Es necesario hacer de una vez una distinción drástica entre estos dos términos: “progreso” y “desarrollo”. Se puede concebir un desarrollo sin progreso, cosa monstruosa que estamos viviendo en cerca de dos tercios de Italia. Pero en el fondo se puede concebir también un progreso sin desarrollo, como sucedería en ciertas zonas campesinas si se aplicaran nuevos modos de vida cultural y civil incluso sin necesidad, o con un mínimo, de desarrollo material. Es necesario –y he aquí mi parecer sobre el papel del partido comunista y de los intelectuales progresistas – tomar conciencia de esta disociación atroz y hacer conscientes a las masas populares para que adviertan esa disritmia, y desarrollo y progreso coincidan.
En vez de eso, ¿qué desarrollo es el que quiere este poder? Si quieren entenderlo mejor, lean el discurso de Cefis a los alumnos en Módena del que hablé antes, y encontrarán allí una noción de desarrollo como poder multinacional –o “transnacional”, como dicen los sociólogos – fundado entre otras cosas en un ejército que ya no es nacional, tecnológicamente avanzadísimo, pero extraño a la realidad del propio país. Todo esto hace borrón y cuenta nueva con el fascismo tradicional, que se fundaba en el nacionalismo y en el clericalismo, viejos ideales, naturalmente falsos. Pero en realidad se está consolidando una forma completamente nueva de fascismo, aún más peligrosa. Me explicaré mejor. En nuestro país, como he dicho, está en curso una sustitución de valores y modelos, en la cual han tenido un gran peso los medios de masas y en primer lugar la televisión. Con esto no quiero decir que tales medios sean negativos en sí: estoy de acuerdo en que tales medios podrían constituir un gran instrumento de progreso cultural. Pero hasta ahora, por la forma en que han sido usados, han sido un medio de espantosa involución, precisamente de desarrollo sin progreso, de genocidio cultural para al menos dos tercios de los italianos. Vistos así, también los resultados del 12 de mayo contienen un elemento de ambigüedad[4]. En mi opinión, a los “no” ha contribuido poderosamente la televisión, que por ejemplo en los últimos veinte años ha devaluado netamente todo contenido religioso: oh, sí, hemos visto a menudo al Papa bendecir, a los cardenales inaugurar, hemos visto procesiones y funerales, pero eran hechos contraproducentes para los fines de la conciencia religiosa. En cambio, se daba de hecho, al menos a nivel inconsciente, un profundo proceso de laicización, que entregaba a las masas del centro-sur al poder de los mass media y a través de estos a la ideología real del poder: al hedonismo del poder consumista.
Por esto se me ha ocurrido decir –de una manera demasiado violenta y agitada tal vez – que en el “no” hay una doble alma: por una parte un progreso real y consciente, en el cual los comunistas y la izquierda han tenido un gran papel; por otra, un progreso falso, por el cual el italiano acepta el divorcio por las exigencias laicizantes del poder burgués: porque quien acepta el divorcio es un buen consumidor. He aquí por qué, por amor a la verdad y por un sentido dolorosamente crítico, puedo yo llegar a una previsión de tipo apocalíptico, que es la siguiente: si tuviese que prevalecer, en la masa de quienes han votado “no”, la parte que ha tenido el poder, sería el fin de nuestra sociedad. Esto no sucederá, porque en Italia hay un Partido Comunista fuerte y porque hay una intelligencjia bastante avanzada y progresista. Pero el peligro existe. La destrucción de valores en curso no implica una inmediata sustitución por otros valores, con sus bienes y su males, con el necesario mejoramiento de la calidad de vida y conjuntamente con un progreso cultural real. A mitad de camino hay un momento de imponderabilidad, y es justamente ese el que estamos viviendo. Y aquí está el grande, trágico peligro. Piensen en qué podría significar en estas condiciones una recesión económica y no podrán de hecho no estremecerse si se encara, aunque sea por un instante, el paralelo –quizás arbitrario, quizás novelesco – con la Alemania de los años treinta. Alguna analogía entre nuestro proceso de industrialización en los últimos diez años y aquel alemán de aquel tiempo sí que la hay: fue en tales condiciones que el consumismo abrió el terreno, con la recesión de los años 20, al nazismo. De ahí la angustia de un hombre de mi generación, que ha visto la guerra, los nazis, las SS, que ha experimentado un trauma nunca totalmente vencido. Cuando veo en torno a mí a los jóvenes que están perdiendo los antiguos valores populares y que absorben los nuevos modelos impuestos del capitalismo, arriesgándose así a una forma de deshumanidad, una forma de afasia atroz, una brutal ausencia de capacidades críticas, una facciosa pasividad, recuerdo que estas eran justamente las formas típicas de las SS: y veo de esta manera extenderse sobre nuestras ciudades la sombra horrenda de la cruz gamada. Una visión apocalíptica, ciertamente, la mía. Pero si junto a ella y a la angustia que la produce, no estuviera en mí también un elemento de optimismo, el pensamiento de que existe la posibilidad de luchar contra todo esto, simplemente no estaría hoy aquí, entre ustedes, para hablar.

Fascista

(Pasajes de una entrevista a cargo de Massimo Fini, publicada por L’Europeo en diciembre de 1974).

Existe hoy una forma de antifascismo arqueológico, el cual es un buen pretexto para no procurarse una patente de antifascismo real. Se trata de un antifascismo fácil que tiene por objeto y objetivo un fascismo arcaico que ya no existe y que no volverá a existir. Partamos de la reciente película de Naldini: Fascista[5]. Y bien, esta película, cuyo argumento es la relación entre un líder y la muchedumbre, ha demostrado que tanto aquel líder, Mussolini, como aquella muchedumbre, son personajes absolutamente arqueológicos. Un líder como aquel es absolutamente inconcebible no solo por la nulidad y la irracionalidad de aquello que dice, por la nula lógica que está detrás de aquello que dice, sino también porque no encontraría ningún espacio ni credibilidad en el mundo moderno. Bastaría la televisión para desvirtuarlo, para destruirlo políticamente. Las técnicas de aquel líder funcionaban bien encima de un palco, en una tribuna, frente a las masas “oceánicas” y no funcionarían en absoluto en una pantalla. Y esta no es una simple constatación epidérmica, puramente técnica, sino que es el símbolo de un cambio total en el modo de ser, de comunicar entre nosotros. Y asimismo la masa, aquella muchedumbre “oceánica”. Basta fijar los ojos por un momento sobre aquellos rostros para ver que aquella masa ya no existe, que están muertos, que están enterrados, que son nuestros abuelos. Basta esto para comprender que aquel fascismo no se repetirá más. He aquí por qué buena parte del antifascismo de hoy, o al menos de eso a lo que se le llama antifascismo, o es ingenuo o es estúpido o es un pretexto y actúa de mala fe: porque da batalla o finge dar batalla a un fenómeno muerto y enterrado, arqueológico, que ya no puede darle miedo a nadie. Es, en definitiva, un antifascismo de lo más cómodo y de lo más tranquilo.
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Yo creo, lo creo profundamente, que el verdadero fascismo es aquel que los sociólogos han llamado demasiado benévolamente “la sociedad de consumo”. Una definición que parece inocua, puramente indicativa. Pero en realidad no. Si uno observa bien la realidad, y sobre todo si uno sabe leer en torno, en los objetos, en el paisaje, en el urbanismo y, sobre todo, en los hombres, ve que los resultados de esta descerebrada sociedad de consumo son los resultados de una dictadura, de un verdadero y propio fascismo. En la película de Naldini hemos visto a los jóvenes en formación, en uniforme… pero hay una diferencia. En aquel entonces los jóvenes, en el preciso instante de quitarse el uniforme y retomar el camino de vuelta a sus pueblos y a sus campos, volvían a ser los italianos de cien, de cincuenta años atrás, como antes del fascismo. El fascismo en realidad los había convertido en payasos, en siervos, y tal vez en parte también los había convencido, pero no los había tocado en serio, en el fondo del alma, en la forma de ser. Este nuevo fascismo, en cambio, esta sociedad de consumo, ha transformado profundamente a los jóvenes, los ha tocado en lo más íntimo, les ha dado otros sentimientos, otras formas de pensar, de vivir, otros modelos culturales. Ya no se trata como en la época mussoliniana, de una regimentación superficial, escenográfica, sino de una regimentación real que les ha robado y les ha cambiado el alma. Lo cual significa, en definitiva, que esta “civilización de consumo” es una civilización dictatorial. En definitiva, si la palabra “fascismo” significa la prepotencia del poder, la “sociedad de consumo” ha realizado bien el fascismo.
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Un papel marginal. Por esto he dicho que reducir el antifascismo a una lucha contra esa gente significa hacer una mistificación. Para mí la cuestión es muy compleja, pero también muy clara. El verdadero fascismo, lo he dicho y lo repito, es el de la sociedad de consumo, y los democristianos han venido a convertirse, incluso sin darse cuenta, en los reales y auténticos fascistas de hoy. En este ámbito los fascistas “oficiales” no hacen sino proseguir aquel fascismo arqueológico. En este sentido Almirante[6], por mucho que haya querido ponerse al día, es para mí tan ridículo como Mussolini. Un peligro más real viene hoy de los jóvenes fascistas, de la franja neonazi del fascismo que ahora cuenta con pocos miles de fanáticos pero que mañana podría constituir un ejército. En mi opinión, la Italia de hoy tiene alguna analogía con lo que sucedió en Alemania en los albores del nazismo. También en Italia se asiste hoy al fenómeno de la homologación y el abandono de los antiguos valores campesinos, tradicionales, particularistas, regionales, que fue el humus sobre el que germinó la Alemania nazi. Hay una enorme masa de gente que se ha encontrado de pronto fluctuando, en un estado de imponderabilidad de valores, y que no ha adquirido los valores nuevos nacidos con la industrialización. Es el pueblo, que se está convirtiendo en pequeña burguesía pero que no es todavía la una sin ser ya lo otro. Para mí el núcleo del ejército nazi se constituyó justamente de esta masa híbrida, este fue el material humano del cual salieron, en Alemania, los nazis. Italia corre justamente este peligro.
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En cuanto a la caída del fascismo, ante todo se da un hecho contingente, psicológico. La victoria, el entusiasmo de la victoria, las esperanzas renacidas, la sensación de la libertad recuperada y de un modo de ser del todo nuevo, habían vuelto a los hombres, después de la liberación, más buenos. Sí, más buenos, pura y simplemente. Pero después tenemos el otro hecho, más real: el fascismo que habían experimentado los hombres de entonces, aquellos que habían sido antifascistas y habían atravesado las experiencias del ventenio, de la guerra, de la Resistencia, era un fascismo que todo junto era mejor que el de hoy día. Creo que veinte años de fascismo no hicieron la cantidad de víctimas que ha hecho el fascismo en estos últimos años. Cosas horribles como las masacres de Milán, de Brescia, de Bolonia no habían sucedido nunca en veinte años. Cierto que se dio el delito Matteotti y que hubo víctimas por ambas partes, pero la prepotencia, la violencia, la maldad, la inhumanidad, la glacial frialdad de los delitos cometidos a partir del 12 de diciembre de 1969[7] en adelante no se habían visto nunca en Italia. Esa es la razón por la que flota en el aire un mayor odio, un mayor escándalo, una menor capacidad de perdonar… solo que este odio se dirige, en ciertos casos de buena fe y en otros en perfecta mala fe, hacia un adversario equivocado, hacia los fascistas arqueológicos en vez de hacia el poder real.
Sigamos las pistas negras. Yo tengo una idea, quizás un poco novelesca pero que considero justa, de la cosa. Los hombres de poder, y podría quizás añadir los nombres sin miedo de equivocarme tanto, en cualquier caso algunos de los hombres que nos gobiernan desde hace treinta años, han manejado primero la estrategia de la tensión con carácter anticomunista. Luego, pasada la preocupación por la efervescencia del 68 y del peligro comunista inmediato, las mismas, idénticas personas han manejado la estrategia de la tensión antifascista. Por consiguiente las masacres han sido llevadas a cabo siempre por las mismas personas. Primero han llevado a cabo la masacre de Piazza Fontana acusando a los extremistas de izquierda, después han realizado las masacres de Brescia y de Bolonia acusando a los fascistas y tratando de reconstruir a toda prisa y con furia aquella virginidad antifascista de la cual tenían necesidad, después de la campaña del referéndum y después del referéndum, para continuar manejando el poder como si nada hubiera sucedido.
En cuanto a los episodios de intolerancia que usted ha mencionado, yo no los definiría propiamente como intolerancia. O al menos no se trata de la intolerancia típica de la sociedad de consumo. Se trata en realidad de casos de terrorismo ideológico. Por desgracia las izquierdas viven, actualmente, en un estado de terrorismo, que nació en el 68 y que continúa todavía hoy. No diré de un profesor que, adepto a un cierto izquierdismo, no concede la licenciatura a un joven de derecha, que sea un intolerante. Digo que es un aterrorizado. O un terrorista. Pero este tipo de terrorismo ideológico solo tiene un parentesco formal con el fascismo. Terroristas son el uno y el otro, es verdad. Pero bajo los esquemas de estas formas a veces idénticas, es preciso reconocer realidades profundamente diferentes. De lo contrario se va a parar inevitablemente a la teoría de los “extremismos opuestos”, o bien al “estalinismo igual a fascismo”.
Pero he llamado a estos episodios terrorismo y no intolerancia porque, según creo, la verdadera intolerancia es la de la sociedad de consumo, la de la permisividad que viene de arriba, querida desde arriba, que es la verdadera, la peor, la más disimulada, la más fría y despiadada forma de intolerancia. Porque es intolerancia enmascarada de tolerancia. Porque no es verdadera. Porque es revocable cada vez que el poder no sienta su necesidad. Porque es el verdadero fascismo del cual vendrá después el antifascismo de cartón piedra: inútil, hipócrita, sustancialmente aceptado por el régimen.





[1] Giorgio Napolitano, actual presidente de Italia y en aquel momento dirigente del PCI, había intervenido la misma tarde que Pasolini.
[2] El sub-proletariado (sottoproletariato) es una categoría social fundamental en el pensamiento de Pasolini que hace referencia a las clases urbanas más pobres, los trabajadores informales, las prostitutas, los ladronzuelos, provenientes por lo general de la emigración rural hacia las ciudades.
[3] Eugenio Cefis (1921-2004) fue un importante empresario italiano que llegó a dirigir la petrolera nacional ENI. Fundador de la logia masónica P2, Pasolini lo vinculó al asesinato del antiguo directivo de ENI, Enrico Mattei y a los crímenes de Estado en la Italia de aquellos años mediante el personaje de Aldo Troya en la novela Petróleo, en la cual trabajaba en el momento en que fue asesinado. Ver: http://temi.repubblica.it/micromega-online/cosi-mori-pasolini/.
[4] En el referéndum del 12 y 13 de mayo de 1974, conocido como “Referendum revocatorio del divorcio”, los italianos fueron llamados a rechazar o mantener la ley Fortuna-Baslini de 1970, mediante la cual se había introducido el divorcio en Italia. Los partidarios de mantener dicha ley ganaron con un 59’3 por ciento de los votos.
[5] Fascista (1973), de Nico Naldini, es un documental realizado con imágenes de propaganda del tiempo de Mussolini.
[6] Giorgio Almirante (1914-1988). Fundador del partido neofascista Movimiento Social Italiano.
[7] A partir de la masacre de Piazza Fontana, en Milán, en diciembre de 1969, empieza en Italia una serie de atentados terroristas, nunca del todo esclarecidos, que marcaron el periodo conocido como “los años de plomo”, durante la década de los 70.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Barbarie



“Nuestra época corre el riesgo de precipitarse en la barbarie”. Esta afirmación, formulada de una u otra manera, me lleva persiguiendo desde hace años como una vaporosa amenaza. Barbarie, término impreciso pero de resonancias temibles, evocadoras de destrucción, de violencia, de muerte, de olvido. Hoy los tiempos adelantan que es una barbarie. ¿Pero qué significa realmente "barbarie"?
En el año 1995 el pensador Francisco Fernández Buey publicó un libro en la colección “Biblioteca del Presente” de la editorial Paidós que llevaba por título La Barbarie. De ellos y de los nuestros. Dicho libro, difícil de encontrar hoy día (acaso descatalogado) surgía en el peor momento vivido por la izquierda global, en pleno desconcierto tras el colapso de los regímenes socialistas de Europa del este y en medio de las atrocidades de la guerra de Yugoslavia. Su propósito manifiesto era (es) explicar el concepto de barbarie a lo largo de la historia desde la Antigüedad hasta el presente, deteniéndose en momentos históricos específicos como la llegada de los europeos a América o en el pensamiento de ciertos autores como Aristóteles, Cornelio Tácito, Bartolomé de las Casas, Montaigne o Leopardi.
Partiendo del poema de Constantino Kavafis "Esperando a los bárbaros", Fernández Buey va dándole vueltas al concepto, literalmente, pues el bárbaro es primero el extranjero en tierras griegas, después el invasor de Roma, luego el iletrado en tiempos del Renacimiento, luego el habitante del Nuevo Mundo (o su contraparte, el invasor europeo). Barbarie como extranjería, barbarie como crueldad, en una relación semántica no siempre legítima. ¿Eran los bárbaros una solución después de todo? se preguntaba Kavafis. El bárbaro como germen del buen salvaje para la Ilustración. Pero bárbaros fueron los nazis y los estalinistas. Bárbaros son los yanquis. El libro dedica tres capítulos a esas tres formas de barbarie histórica reciente que han constituido el nazismo, el estalinismo y lo que el autor llama “americanismo”, el culto a la fuerza fascistoide que ha demostrado en los últimos cien años la actual superpotencia en sus innumerables incursiones bélicas y en la propia estructura de su economía, en la cual el complejo militar-industrial se constituye en eje central. Afganistán e Irak siguen ahí para demostrárnoslo.
Socialismo o barbarie. La expresión de Rosa Luxemburg es analizada a la luz de la experiencia de que puede haber a la vez socialismo y barbarie, que el socialismo, contrariamente a lo que se quiso, no pudo contener la crueldad del régimen estalinista, fórmula política tal vez adulterada por la fuerza con que el pasado reciente del zarismo aún actuaba en la Rusia post-revolucionaria: el terror padecido en la antigua URSS por millones de personas se nos presenta doblemente siniestro en la medida en que venía arropado por una retórica emancipatoria e ilustrada, que se presentaba como baluarte de los valores humanos y de una moral superior. Sin embargo Stalin lo dejó meridianamente claro al afirmar que “extirpar la barbarie por métodos bárbaros era pura y simplemente el socialismo”. Y así ha quedado el cadáver del comunismo soviético para la historia, como un proyecto fracasado que sirve de ejemplo ilustrativo en la argumentación de los sabelotodo neoliberales. Aunque en realidad fuera mucho más que eso.
El llamado "choque de civilizaciones" constituye el penúltimo episodio de esta metahistoria de la confrontación. Desde las tesis de Huntington en los años noventa hasta los tira y afloja acerca del hiyab que diariamente podemos observar en las noticias en nuestros días, el miedo al otro sigue siendo una constante con ecos siempre siniestros. Especialmente en Europa, donde la memoria del horror reciente no nos permite bajar la guardia: constantemente vemos crecer estos “partidos de la libertad” con programas que encubren un racismo manifiesto con evocaciones al libre determinismo del individuo presuntamente amenazado por estas corrientes religiosas totalitarias que ponen en peligro las virtudes de la identidad nacional (blanca, cristiana, etc.). Austria, Suiza y Holanda son tres ejemplos de países donde esta nueva extrema derecha ha llegado o se ha acercado mucho al poder mediante las urnas, evidenciando así el enorme riesgo que se cierne sobre nosotros. Y mientras las embrutecidas clases trabajadoras de Europa se dejan llevar por nuevas formas de demagogia y se enfurecen ante la “invasión” de trabajadores de ultramar que visten, comen y rezan de forma diferente, en Oriente Medio, los soldados de la Ilustración masacran poblaciones civiles, torturan y humillan al otro en nombre de la libertad y de la seguridad, ante la casi completa indiferencia de la ciudadanía internacional. La indiferencia posmoderna de nuestro tiempo, la tolerancia de lo intolerable.
Barbarie, en cualquier caso, es un concepto fuertemente dialéctico, un concepto que opera siempre en dos direcciones, de dentro a fuera y de fuera a dentro, siendo ambos campos intercambiables. ¿Quién es el bárbaro? También desde la ideología se establece la frontera de la barbarie. Desde un punto de vista “de derechas”, como hemos visto, el bárbaro es, hoy y siempre, el extranjero de costumbres anómalas, pero también el habitante de los suburbios cuyo comportamiento desordenado, violento e irracional es percibido como una amenaza. Es el viejo “miedo a la chusma” de los señoritos. Ya en el siglo XIX, los burgueses de Europa atribuían también costumbres bárbaras al proletariado revolucionario, verdaderos “bárbaros interiores” dispuestos a usar la violencia para alcanzar sus objetivos políticos.

J. Otero: Barbarie

Frente a esta caracterización, la “izquierda” teme la barbarie propiciada por el individualismo exacerbado, el sálvese quien pueda y el todos contra todos de la civilización de mercado. Afirma Fernández Buey: “Por barbarie hay que entender hoy la crisis y el abandono de los sistemas de reglas y conductas por las cuales todas las sociedades regulan las relaciones entre sus miembros y, en menor medida, entre sus miembros y los de otras sociedades”. Es el nuevo fascismo que denunciara Pasolini: la implantación del hedonismo consumista como nueva ideología totalitaria global, la desaparición de las diferencias culturales bajo el rodillo de la mercantilización de la vida, la desaparición efectiva de aquellos bárbaros de antaño, en definitiva. Acaso ellos eran una solución, después de todo. Desde este punto de vista hemos de reevaluar nuestro juicio sobre las diferentes formas de resistencia, los escasos focos de rebelión que surgen aquí y allá: en el mundo musulmán, sí, pero también en las costas africanas, donde bárbaros pescadores tienen que recurrir a la piratería ante el expolio y la contaminación de sus aguas, o en Latinoamérica, donde los bárbaros indígenas se obstinan, después de quinientos años, en mantener su cultura y sus tradiciones frente a los cantos de sirena de la modernidad neoliberal. El neoliberal, el neoilustrado, el neocolonial, no entiende todos estos “fundamentalismos”, producto, según él, de la ignorancia: hoy como ayer, el bárbaro es, en el mejor de los casos, una mente infantil incapaz de decidir por sí misma lo que le conviene, ligada como está a las inercias de su entorno, casi como el animal, para Heidegger, que vive en el aturdimiento ante la naturaleza.
Fernández Buey abre y cierra el libro con una dedicatoria y a la vez invocación a Espartaco, Girolamo Savonarola, Thomas Münzer y Bartolomé de las Casas, “probablemente héroes, también, para el siglo XXI”. Figuras históricas de la rebeldía, la renovación moral, el deseo de justicia universal y la denuncia inquebrantable. Ciertamente, fuentes de inspiración para todas las revoluciones por venir.

domingo, 27 de junio de 2010

Un libro






Conseguí mi ejemplar de Gomorra en una versión pirata en el mercado de libros del Pasaje Núñez del Prado hará cosa de dos meses. Ayer terminé de leerlo.
Aunque a estas alturas, con la enorme difusión que ha tenido a nivel global, la cantidad de premios que ha recibido el autor y todos los artículos, reseñas y comentarios que el libro ha merecido, además de la película homónima premiada en Cannes, pueda parecer superfluo el que yo le dedique unas palabras aquí, no puedo dejar de señalar la impresión que su lectura me ha causado. Y esto por varias razones. En primer lugar porque no es frecuente tener la sensación de leer algo que de modo tan crudo exprese sin ambages la realidad económica de nuestra época, aquella de la que no se habla en los discursos políticamente correctos ni en los grandes medios. Más allá de la descripción de un tiempo y un lugar (el presente de las provincias en torno a Nápoles y el sur de Italia en general) al leer el libro de Saviano uno tiene la sensación de que lo que se describe es el funcionamiento de la economía capitalista en su estado más puro. Las conexiones entre el sur miserable que lava la ropa sucia del norte, que entierra sus excrementos y que se constituye en la contraparte inhumana necesaria para que pueda darse la civilización y el progreso en otras latitudes, son la realidad de este mundo, más que cualquier discurso bienintencionado del político de turno.
El mundo de la Camorra es el mundo de la gran empresa, el mundo del beneficio inmediato, la versión sin censuras del ultraliberalismo. En una tierra a donde el Estado no llega, se constituye el dominio de los clanes, como nuevas tribus hipersofisticadas que organizan su propio Sistema, enviando a sus alevines a estudiar economía a los EEUU o al Reino Unido. Sus negocios abarcan desde la alta costura de las grandes marcas italianas, a las empresas de construcción, la hostelería, el tráfico de armas y la gestión de los residuos tóxicos de las grandes empresas del norte. Cifras exorbitantes. Conexiones permanentes con la clase política. Blanqueado de dinero en negocios relacionados, por ejemplo, con el turismo en España y las Islas Canarias, entre otros lugares. Gomorra muestra de qué manera las actividades ilícitas están en la base de la economía visible, de qué modo todo está infiltrado por el veneno de las actividades criminales. Cómo en el origen está la explotación y la sangre de los que caen aplastados bajo la rueda de las maniobras económicas descontroladas.
Roberto Saviano tiene mi edad. Nacido en Nápoles, creció dentro de una cultura marcada por las actividades de la Camorra. En medio de asesinatos, detenciones, ascensos y caídas de cada uno de los boss de las diferentes provincias. Parecía que lo natural hubiera sido que se integrara en el "curso natural" de las cosas, que pasara a ser un afiliado, un empleado, un intermediario, un sicario:
"Convencerme de que formo parte del tejido conectivo de mi tiempo, y jugármelo todo, mandar y ser mandado, convertirse en una bestia del beneficio, un rapaz de las finanzas, un samurai de los clanes; y hacer de mi vida un campo de batalla donde no se pueda sobrevivir, sino sólo reventar después de haber mandado y luchado".
Sin embargo, Saviano, licenciado en filosofía, decidió hablar. Dos momentos especialmente emocionantes del libro hacen referencia al valor de la palabra como salvaguarda de la dignidad humana frente a la barbarie de las armas y las transacciones. Durante todo el libro uno no puede evitar tener en la cabeza la figura de Pier Paolo Pasolini, aquella voz que ningún poder podía acallar, aquel intelectual que tuvieron que matar para que dejara de hacer escándalo, aquel poeta insobornable, aquella "fuerza del pasado". Finalmente, en la página 230 de la versión en castellano, tras una noticia por la que Saviano se entera de la muerte de un albañil de una obra ilegal (uno de los 300 albañiles que mueren en similares condiciones al año en Italia, abandonados en medio de alguna calle desierta para que las indagaciones no descubran sus terribles condiciones laborales y paralicen las obras), el eco de un escrito de Pasolini, el "Yo sé" de sus Escritos Corsarios, un texto en el cual el poeta denuncia el silencio en torno a los abusos del poder criptofascista en la Italia de los 70, enciende la mecha que desencadena la determinación de Saviano a dar los nombres. "Yo sé, y tengo las pruebas", remata, tomando el testigo de su predecesor, cuya tumba en Casarsa va a visitar, según cuenta, para "reflexionar sin vergüenza sobre la posibilidad de la palabra". Junto a la tumba de Pasolini, en el cementerio de Casarsa, Saviano se siente menos sólo y en ese lugar comienza a articular su rabia.
El otro referente moral que menciona Saviano es don Peppino Diana, un sacerdote asesinado por la Camorra al contar el autor con dieciséis años, en marzo de 1994. Peppino Diana, hijo de una familia burguesa, había renunciado a una brillante carrera clerical en Roma para volver a Casal di Principe, su tierra natal, uno de los principales feudos de los clanes criminales, donde trató de denunciar los abusos y las masacres que el poder mafioso llevaba a cabo, en un documento titulado "Por amor a mi pueblo, no callaré", que repartió entre los fieles el día de Navidad. En una tierra donde reina el silencio y hacer como si no pasara nada es la ley que todos cumplen, un texto como aquel fue un verdadero estallido. Don Peppino trató, además, de desvincular por completo las actividades criminales de la fe cristiana, dado que la mayoría de los mafiosos se consideran fieles devotos, y muchos curas de la zona se han acostumbrado a hacer la vista gorda y a permitir que los "padrinos" oficien matrimonios y otros desmanes eclesiásticos. Finalmente don Peppino fue asesinado en su iglesia por unos sicarios a las órdenes de los Quadrano, una de las familias mafiosas de la zona. Poco después, ante el escándalo de haber asesinado a un sacerdote, comenzó una feroz campaña de difamación sirviéndose de la prensa local, en la cual se presentaba al cura como un putero que había querido abusar de la sobrina de un boss, un vicioso al que habían descubierto en orgías, etc. Según Saviano, "en la tierra de los clanes se invierte la teoría del derecho moderno". Si te matan, es porque algo habrías hecho. Eres culpable hasta que se demuestre lo contrario. Así se piensa. Y así quedó, según la prensa, que "Don Peppino Diana era un camorrista", en grandes titulares.
Tras la publicación y el éxito de su libro, Roberto Saviano ha sido condenado a muerte por los clanes de la Camorra. Ha tenido que renunciar a seguir viviendo una vida normal para permanecer oculto y con escolta permanente. No le han perdonado la atención que el mundo ha prestado de pronto a esa región olvidada del sur de Italia donde desde hace tiempo crece un imperio transnacional.
La lectura de Gomorra nos habla de una Italia en descomposición, y más aún, de una Europa que apesta a basura y a residuos tóxicos mezclados con fertilizantes agrícolas. Nos habla de un cáncer que se extiende mientras Berlusconi trata de aprobar leyes que impiden las escuchas judiciales. Es una lectura que genera rabia y asco. Una lectura necesaria.

miércoles, 9 de junio de 2010

Artículo

Un artículo muy interesante del economista Antonio González Viéitez:

http://www.canariasahora.es/opinion/5794/

viernes, 8 de enero de 2010

Supervivencia y degradación

Hace unos días volví de Cusco, en Perú, antigua capital del imperio Inca, residencia del Inca y centro del mundo antiguo. Precisamente esa es su etimología: en quechua "qosqo" significa "centro" u "ombligo". Los españoles transcribieron el nombre como "Cuzco", que según la Real Academia de la Lengua significa "perro pequeño". Por ello en tiempos recientes los peruanos, disconformes con esta transformación, han decidido escribir el nombre de la ciudad con "s", recuperando algo de su resonacia originaria: Cusco. Cerca de la ciudad se alzan las famosas ruinas de Machu Picchu, catalogadas como "maravilla del mundo" y destino predilecto de los viajeros que llegan a la zona. Pero no fui al Machu Picchu. La falta de tiempo y de dólares me lo impidió. Porque, eso sí, si quieres ir al Machu Picchu, tienes que pensar en gastarte los dólares. Los dólares que no tienes, en mi caso. Toda la economía de la zona de Cusco está orientada hoy en día al turismo, siendo una de las ciudades más visitadas de América Latina: por la belleza de las construcciones coloniales construidas sobre los muros incaicos y por los numerosos restos de las construcciones prehispánicas, Cusco ha sido denominada, "la Roma de América". En Cusco, hoy día, todo es Inca, porque lo Inca es lo que vienen buscando los extranjeros. "El Inca ha muerto, viva el Inca", parecen decir los rótulos de los hoteles y tiendas de souvenirs que abarrotan una ciudad que hasta hace relativamente poco, como evocara Jose María Arguedas, estaba aislada y algo marginada del conjunto del país. Pero llegó el turismo y todo cambió.





El turismo es hoy, como todo el mundo sabe, una de las mayores industrias a nivel global. La primera industria incluso, según algunos cálculos. Desde aquellos lejanos tiempos en que Thomas Cook organizara sus primeros viajes programados, la industria turística ha atravesado una serie de transformaciones hasta crear todo un sistema de vida, con sus sujetos transeúntes, nuevas formas antropológicas bien identificables en el entorno: los turistas. Los turistas con sus cámaras, los turistas con sus chancletas con calcetines, los turistas con sus cuellos enrojecidos por el sol, los turistas de cuerpo entero, enrojecidos, violáceos por los rayos solares, incautos, inocentes, ávidos, odiosos, los turistas que todos hemos sido alguna vez, donando al capital toda la energía que genera el ocio. Turistas de sol y playa que acuden en masa a los complejos hoteleros, quemando el tedio de la clase media junto al mar; turistas de discoteque que mueren al salir el sol, que marchitan los últimos pétalos de la adolescencia nórdica con la bragueta bajada y el coma etílico; turistas culturales que entran y salen en tropel de los museos, que visitan las ruinas y pisotean como manada de ñus en estampida las piedras venerables; turistas selectos de luxe, que se hospedan junto al campo de golf, spa, talasoterapia, baño turco, sauna finlandesa, mañanas de fitness, mediodías de tenis y ensalada y puesta de sol junto al hoyo veintisiete: una semana después estarán en altamar, pescando atún en el yate, erguidos, midiendo sus fuerzas con el animal al otro lado del sedal, lustrosos, bronceados, gentiles. El turismo ha sido capaz de transformar la faz de la tierra. Ha sido capaz de hacerle un lifting a la tierra y ha podido comprarle un nuevo uniforme a sus moradores. Dicen que por donde pasa el turismo no vuelve a crecer la hierba, pero la hierba sí que crece: la hierba del campo de golf, el hermoso cesped neoliberal, tan característico. Lo que no crece más son los cultivos que antes solía haber en su lugar. "Hoy nadie se quiere dedicar a la agricultura", me dijo una vez un aprendiz de empresario, fan de Hayek y de Friedman, justificando las reconversiones y la liberalización del suelo. Quizás tuviera razón. Siempre podemos comer hierba, llegado el caso. O fumarla al menos.




El turista, en su calidad de persona que paga, define la realidad y la transforma a su antojo. Surge así la realidad deforme, caricatura de sí misma, que caracteriza a las zonas turísticas. Venecia ya no es Venecia. Venecia es el parque temático veneciano. El centro de Venecia es un lugar insoportable para los venecianos. Praga es el parque temático de Praga (con una restauración postcomunista digna de Disneylandia). La singularidad de ciertas ciudades, que otrora constituyera su atractivo, se convierte en la maldición que las esclaviza a la imagen que el turista quiere ver y, sobre todo, fotografiar. Las poses ridículas del turista, los dedos en "v" junto al monumento, la sonrisa que se desvanece justo tras el click de la cámara, ese comportamiento entre infantil y subnormal de los grandes grupos de turistas, que recuerdan las excursiones escolares de la infancia, escuchando a medias las explicaciones del guía, como antaño las de la profesora.





Japonés: el inefable turista japonés con su cámara al cuello, omnipresente en los principales destinos de Europa, define el paradigma del turista ávido de consumir imágenes. El turista japonés, sea de la nacionalidad que sea, no se para a mirar, no intenta entender, no entiende una palabra de lo que el guía turístico le dice, no le interesa: le interesa acumular fotografías que contemplará una vez regrese. Allí, en casa, al fin en paz, comienza la segunda parte del viaje, la parte reflexiva, ante el tokonoma de su ordenador. Cuando Europa sucumba y sus calles sean pasto de la devastación, sus ciudades más señeras podrán ser reconstruidas íntegramente en algún lugar de Japón, o en algún desierto de los Estados Unidos, como ya viene pasando, gracias a toda esta acumulación de imágenes. Ese turista japonés que todos somos en mayor o menor medida cuando viajamos, sufre la ansiedad del consumista común. No quiere perderse ni una imagen, toma miles de instantáneas de todo, por si acaso en alguna apareciera el ángel, sustituye la retina por el filtro de la cámara, anticipando, fetichista, un recuerdo de algo que no tuvo lugar.




El turismo, como muchas otras formas de comercio, encierra una dialéctica perversa: homogeneiza a la vez que "rescata" la identidad de los pueblos: los fenómenos del folklorismo, de los indios disfrazados de indios, más indios que nunca, la artesanía típica de los aborígenes australianos made in China, que sale más barato, los objetos rituales, fabricados en masa, de cualquier cultura anciana, colgando fuera de contexto en la pared del saloncito de clase media occidental. Sin el turismo, esas formas de arte, de música, de arquitectura, de artesanía, esas formas de vida, desaparecerían como han desaparecido siempre, aniquiladas por la historia. El turismo las rescata posibilitando su supervivencia y a la vez termina de aniquilarlas, obligándolas a cerrarse sobre sí mismas, a definirse según estereotipos ajenos, a perder toda diversidad disonante con el esquema previamente establecido en el imaginario, encerrándolas en la jaula de oro del sector terciario, apartado "ocio y cultura", sin que puedan transformarse según su propia lógica, pasando a formar parte, del mismo modo, pero distinto, de la lógica del sometimiento.






"El pueblo que compra manda, el pueblo que vende sirve", decía Ernesto Guevara. Mucha gente vive del turismo hoy en día. Mucha gente sobrevive gracias al turismo. De eso sabemos en Canarias. El dinero fluye en muchas zonas antaño abandonadas y da de comer a muchas familias. El turismo pone en contacto realidades diversas, da a conocer lugares olvidados. No todo es malo en el turismo. La pregunta es: ¿no pudo hacerse de otra manera? Las asimetrías de las relaciones humanas generadas por el turismo constituyen su pecado capital, difícilmente subsanable bajo el orden global capitalista. El proceso está muy avanzado ya. Los multimillonarios, hastiados de paisajes demasiado mundanos, optan por irse de viaje a la luna. Y nosotros, mirando la luna, nos preguntamos cuál será nuestro próximo destino.